Intro

Creo que el arte es mezcla de tráfico de experienciasy último refugio de la magia con una cierta otra cosa que ni siquiera intento definir. Desde ese lugar (al que podría llamar saber elemental) genero acciones artísticas que dejan huellas. Así como no puedo evitar cuestionar la división cuerpo / espíritu (?), también creo que mi reptar de disciplina en disciplina (de la escultura al spokenword pasando por la acción, el video y la instalación) es mi manera de dinamitar la división que se trata de imponer entre ellas, inexplicable modo de adiestramiento. Creo que el mismo movimiento se da entre los materiales que elijo para trabajar: del plástico al hueso, en el inter-medio, la carne y el fuego y luego, tejer las excrecencias vegetales. Más allá de la muestra específica del mismo nombre, la suspensión aparece hoy como algo más general en mi estar siendo artista (y en mi vida, claro) porque alude justamente a lo que es/está simultáneamente vivo y muerto, arriba y abajo, pulcro y hediento, humano, animal y divino y que replantea la oposición de estas categorías. Y esto es para mí motor: la existencia de una subversión sistemática de mí mismo, un cierto carácter viral del hacer, una búsqueda justiciera que aúlla: mi máscara es mi rostro.

Juan Miceli, 2012

miércoles, 23 de abril de 2014

De Nuestras Bocas Solo Sale la Verdad_txt_curatorial_por_Claudio_Ongaro_Haelterman

De nuestras Bocas sólo Sale la Verdad
                                                                                                                          Dr. Claudio Ongaro Haelterman









Si la escritura es habitar el mundo, escribir un texto para la obra de Juan Miceli es abandonar toda teoría y adentrarse en aquello que genera discurso, en un borde lábil e indistinguible entre la imagen, la materia y aquello que transporta, produciendo el acontecimiento de otro.
De nuestras Bocas sólo sale la Verdad: una marca del nombre que enciende fantasías cosmológicas y sueños astrales. Pero también toxicidades aéreas, peligros de lluvias ácidas y futuros nublados. Trazos que se encuentran en el trabajo de Juan Miceli, autor que ostenta un estilo hecho de misterio, inquietud, belleza que nace allí donde uno no la espera, insospechadamente sorprendente al límite del aturdimiento. Hechos, olfato, contacto: formas de oscura luminosidad acarician y quiebran, acarician y golpean quebrando y usurpando toda materialidad. Maderas, huesos, piedras y  plásticos violentados sutilmente con la brillantez de encajes y cristales. Un todo, aparentemente negro, declinado en las tonalidades de una naturaleza evocativa y simbólica como el no-color que absorbe a todos los otros, como concentración máxima de las contradicciones, una coincidentia oppositorum que une deseo y repulsión, horror y maravilla, miedos y tentaciones, belleza y terror. Sensaciones éstas, que habitan el ofrecimiento de la posibilidad de salida en la oscuridad más íntima. La atracción del abismo. Aturdimiento de imagenes revestidas que saben de nubes amenazantes y delirios.
Juan Miceli nos habla sin una sola narración, de aquellas reliquias de poder, de los vestigios cual arqueología de un mundo cuya población tiene la forma de la naturaleza humana misma y se presta a regenerarse en el mismo acto de su propia destrucción y anonadamiento. Celebra en tejidos de cobres e hilvanes, perlas y dientes, arenas y encajes y cajas cual relicario, trofeos y pespuntes, dobles y dobladillos: un arte de texturas que no viste cuerpos sino que genera cuerpo dando vida a una materialidad animada por la negación de su propia naturaleza intrínseca…  Y niega doblemente. Doble negación que afirma el estertor de lo divino que aflora y aúlla. Doble negación que afirma el poder de reconstrucción de la carne: una potencia inconmensurable que transmuta las tensiones raigales de Vida-Muerte, Ser-Estar, Eros-Thanatos, en construcciones con firmeza de catedrales.
De nuestras Bocas sólo Sale la Verdad se anuncia por medio del ritual, la vestimenta, los líquidos y lo orgánico que pujan como vida que desea ser, construyendo un himno que destina al barro, al hueso o al vegetal, a la máscara, afirmando que crear el mundo es en verdad otorgarle y robarle sentido al mismo tiempo.
Sometido a tensiones estructurales, ante el detalle del ornamento, las incrustaciones cristalinas y brillantes que enceguecen o un eslabón  que no encadena sino que libera, lo humano se muestra como un campo de batalla en el que vida y muerte, se disputan los trofeos, en dibujos encarnados que asimilan la insoluble penuria enmascarada de alimento y donde cada cual tiene su esfinge interior dispuesto a precipitarlo en el abismo si no acierta a dar con lo humano a despecho de la finitud. 
El lenguaje estético sugiere el revés de la trama, no de la parte sino del todo: lo tribal en ensambles de materiales ficticiamente forzados en el exabrupto delicado y su armonía escindida. Introducidos en el proceso ritual como obra, como videos en aguas negras que mencionan aquel movimiento que desde la interioridad de lo corpóreo hacen emerger todo lo que fluye y lo que emana y al mismo tiempo todo aquello que fagocita. Pero dicha operación es apertura del juego del mundo y éste es el advenimiento de la salud, que en la etimología latina traiciona su enlace secreto con el valor, marcando su diferencia con la quietud y la fijeza de la en-fermedad.
Lo bello no es más que el comienzo de lo terrible que todavía no soportamos y admiramos tanto, porque, sereno, desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible. Todo ángel es terrible. Todo ángel es terrible.
Sus totems-menires, cetros y máscaras irrumpen por medio del mundo instaurado por lo real, allí donde repercuten todavía todas las vibraciones del deseo y el misterio de lo sagrado. La aparición de lo abisal es siempre un presagio salvífico de la fundación de un reino en una suerte de apocalipsis de la tierra y el cielo renovados. El lenguaje mítico-ritual tiene carácter celebratorio y no hay fragmento que pueda evadirse de su ebriedad. Por eso la verdad sólo estalla en la exageración trasgresora de las prisiones de una imagen que envuelve en su transparencia las vísceras profundas de una piel frágil y acorazada al mismo tiempo. La exageración abarca lo verdadero.
Mira las imagenes a través de ramas, mallas, encajes y sus amalgamas, ve desfilar sus oscuras progenies hasta el final de su propia palabra por medio de hojas de palma vestidas para fiesta, incrustaciones óseas y supuestos accesorios imperativos. Comprometido en una metamorfosis esencial a través de la materia figurada, cierra la herida de las relaciones vinculares entre Eros y Ethos, convirtiéndonos en nuestro propio daimon, para sumergirnos sin atenuantes en lo que verdaderamente somos: un amorfo signo corpóreo a interpretar. Porque no hay pasaje de la naturaleza a la cultura, no hay síntesis en una máscara jánica que se revela como ambivalente; singular o plural es, ya sea mediación de la verdad que torna a ésta soportable o reduplicación de la escisión primera y señal de desplazamiento.
Entre–textura del hilo de la reminiscencia y las fulguraciones de las señales del génesis. Una laboriosa recuperación de lo ya sufrido. Una predicción que anticipa el pasado, como él mismo declara. Un movimiento que con-voca a la reunión–disgresión ante la exposición de la voracidad. Ambos movimientos, el teleológico y el arqueológico se cruzan en su obra  como único entramado: lo Absoluto y su vínculo con lo humano, deparando el gozo de la víspera que anticipa el deseo de lo común y el poder como posibilidad.
El trastocamiento en Juan Miceli es total: el solipsismo se convierte en vínculo pleno, allí donde creemos alejarnos.

Juan Miceli: no hay pasaje de la naturaleza a la cultura sino transhumancia de una arqueología del saber a una arquitectura corporal.




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